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30.1.08

Texto común

El artista del trapecio

(Primer sufrimiento)

Un trapecista –como es sabido, este arte que se practica en las alturas, bajo las cúpulas de los grandes teatros de variedades, es uno de los más difíciles entre todos los accesibles al ser humano–, primero por un simple afán de perfeccionamiento, luego por una costumbre que acabó siendo tiránica, había organizado su vida de manera tal que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades, por lo demás modestísimas, eran atendidas por criados que se turnaban la vigilancia desde abajo, y que en recipientes expresamente fabricados hacían subir y bajar todo cuanto se necesitaba arriba. Este tipo de vida no entrañaba dificultades especiales para la gente de su entorno; solo resultaba un poco molesto el hecho –imposible de disimular– de que durante los otros números del programa él permaneciese en lo alto; y aunque en esos momentos se quedaba por lo general inmóvil, siempre había alguna mirada que se extraviaba de vez en cuando desde el público hasta dar con él. Los directores, sin embargo, se lo perdonaban porque era un artista extraordinario e insustituible. Se daban cuenta, además, de que, claro está, no vivía así por capricho y de que, en efecto solo de ese modo podía entrenar continuamente y preservar la perfección de su arte.

Pero la vida allá arriba era por otro lado saludable, y cuando en la estación cálida se abrían las ventanas laterales en toda la redondez de la cúpula y junto con el aire fresco penetraba, poderoso, el sol en la penumbra del lugar, aquello era incluso hermoso. Cierto es que sus contactos humanos eran limitados, solo de vez en cuando trepaba hasta él algún compañero acróbata por la escalera de cuerda y, sentándose ambos en el trapecio, apoyados a derecha e izquierda en las cuerdas de sustentación, charlaban; o bien venían albañiles a reparar el techo e intercambiaban unas cuantas palabras con él por alguna ventana abierta; o algún bombero inspeccionaba la iluminación de emergencia en la galería superior y le gritaba unas palabras respetuosas, aunque poco inteligibles. El resto del tiempo lo rodeaba el silencio; a veces, algún empleado que se perdía por la tarde en el teatro vacío alzaba, pensativo, la mirada hacia esas alturas que casi se sustraían a la vista, donde el trapecista, sin saber que alguien lo estaba observando, practicaba su arte o descansaba.

Así habría podido vivir tranquilamente el trapecista de no haber sido por los inevitables viajes de un lugar a otro, que le resultaban en exceso molestos. Cierto es que el empresario cuidaba de que al artista se le ahorrase cualquier prolongación innecesaria de sus sufrimientos: para desplazarse en las ciudades utilizaban automóviles de carreras con los cuales, a ser posible de noche o en las primeras horas de la madrugada, se lanzaban por las calles desiertas a gran velocidad, aunque siempre con excesiva lentitud para el trapecista; en el tren reservaban un compartimiento entero donde el artista se pasaba el viaje arriba, en la rejilla para el equipaje, un sucedáneo lamentable, sin duda, pero en cierto modo equivalente a su forma de vida habitual; en el teatro que iba a ser escenario de la próxima representación instalaban el trapecio en su lugar ya mucho antes de la llegada del trapecista, también se dejaban abiertas de par en par todas las puertas que daban a la sala y libres todos los pasillos. Pero los momentos más hermosos en la vida del empresario eran siempre aquellos en los que el artista ponía el pie en la escalera de cuerda y al instante estaba otra vez colgado arriba, por fin, en su trapecio.

Por mucho éxito que el empresario hubiera cosechado en tantos de esos viajes, cada nuevo desplazamiento le resultaba penoso, pues, al margen de todo lo demás, los viajes tenían efectos destructivos en los nervios del trapecista.

Y así, un día en que viajaban juntos –el artista soñando en la rejilla para el equipaje, el empresario frente a él, apoyado en una esquina de la ventanilla, leyendo un libro– el trapecista se dirigió a él en voz baja. El empresario se puso enseguida a su servicio. El trapecista dijo, mordiéndose los labios, que para sus prácticas necesitaría tener siempre, a partir de entonces, dos trapecios en vez de uno, dos trapecios frente a frente. El empresario se declaró de acuerdo en el acto. Pero el trapecista, como queriendo hacer ver que la aprobación del empresario tenía en este caso tan poca importancia como la que hubiera tenido su desacuerdo, dijo que nunca más y bajo ningún concepto trabajaría con un solo trapecio. Pareció estremecerse ante la idea de que aquello pudiera ocurrir alguna vez. El empresario corroboró de nuevo, titubeante y observándolo, su total acuerdo: dos trapecios eran mejor que uno, dijo, y esa nueva disposición presentaba además la ventaja de diversificar el espectáculo. Pero el trapecista rompió de pronto a llorar. Profundamente asustado, el empresario se incorporó de un salto y le preguntó qué pasaba, y al no obtener respuesta, se subió al asiento, acarició al artista y pegó su cara contra la suya, que quedó bañada por las lágrimas del otro. Sin embargo, solo después de muchas preguntas y palabras cariñosas dijo el trapecista entre sollozos: «Con una sola barra en las manos…¿cómo podría yo vivir?». Y al empresario le resultó entonces más fácil consolarlo; prometió telegrafiar ya desde la próxima estación al lugar de la siguiente representación por lo del segundo trapecio; se reprochó haber hecho trabajar al trapecista tanto tiempo en un solo trapecio, agradeciéndole y alabándole el haberle hecho ver al fin aquel error. Así logró el empresario tranquilizar poco a poco al trapecista y pudo regresar a su rincón. Él mismo, sin embargo, no estaba tranquilo; con gran preocupación observaba a hurtadillas al artista por encima del libro. Si pensamientos como éstos empezaban ahora a torturarlo, ¿podrían alguna vez cesar del todo? ¿No acabarían amenazando su existencia? Y el empresario creyó ver en verdad cómo ahora, en el sueño aparentemente plácido en que había concluido el llanto, empezaban a dibujarse las primeras arrugas en la frente lisa e infantil del trapecista.

FRANZ KAFKA (1883-1924)

Relato perteneciente a la serie intitulada “Artista del hambre”. 1924. EN: Ante la ley. Escritos publicados en vida. Barcelona, Random House Mondadori. De bolsillo. 2005. Versión castellana de Juan José del Solar. p.223-226.

Este relato comúnmente conocido como Artista del trapecio lleva por título verdadero el de Primer sufrimiento. El cambio de título obedece a la nueva traducción al castellano de la obra completa de F. Kafka que sigue la edición alemana, crítica y definitiva publicada por la editorial S. Fischer.

El texto que ud. leerá pertenece a esa nueva traducción castellana, que ha corregido los problemas de su antiguo editor y amigo: Max Brod.